La bailarina que inventó el striptease y la doble agente que le lanzó besos a los soldados que la fusilaron: el mito de Mata Hari
Por Alberto Amato
Tuvo una vida de leyenda, una leyenda agria, tumultuosa, infausta. Pudo ser lo que era, una bailarina de cabaret que había inventado el striptease sin saber que el arte de despojarse de las ropas en público iba a ser llamado así; pudo ser mucho más rica de lo que fue cuando se acostaba con militares, funcionarios, diplomáticos, jóvenes oficiales, senadores de la Francia libre, o con el hijo del emperador alemán: su talento de bailarina también brillaba en la enredadera de las sábanas de los hoteles de lujo.
Era muy bella, se había inventado una vida porque la suya, la verdadera, no merecía haber sido vivida. Toda su riqueza, su cuerpo y su audacia, viajaba con ella por los mares y las carreteras de un mundo que estaba a punto de ser destruido por la Primera Guerra Mundial. Ese torbellino que iba a transformar a Europa la envolvió, la arrolló con una fuerza loca, entró en el laberinto del espionaje donde nada es verdad y terminó fusilada por Francia, acusada de una traición que, tal vez, ni siquiera había cometido.
Esa fue la vida de Margaretha Geertruida Zelle, que había nacido en Holanda cuando no era obligado llamar a esas tierras Países Bajos, y que con los años, cuando se inventó su otra vida, iba a adoptar el nombre de Mata Hari, que en un inexplorado idioma malayo significa “Sol de la aurora”, o algo parecido. En la vida de Mata Hari, todo es algo parecido; todo tiene dos versiones, o diez; todo está enmascarado o revelado con claridad pero teñido con la sombra de la duda.
Fue una cortesana, un sustantivo adjetivado que evita nombrar a la prostitución de lujo; ganó mucho dinero, recibió joyas valiosas por sus servicios, se enamoró de un joven oficial ruso al servicio de Francia, que iba a traicionarla cuando las cosas se pusieron peligrosas; herida, acorralada, nunca mostró decepción o frustración o dolor ante tanta felonía y tanto perjurio.
También fue espía. Cómo, cuánto y para quién espió ni siquiera está por verse porque la bruma del pasado lo cubre todo; la usaron los alemanes y los franceses; cuando los alemanes pensaron que ya no les era útil, la traicionaron con la exactitud y la precisión de una maquinaria de guerra lanzada incluso hacia su propio aniquilamiento; los franceses la juzgaron por infiel, por haberse vendido y por desertora; la convirtieron en una especie de chivo expiatorio para culparla de los yerros en aquella guerra de trincheras que iba a durar quince días y duró cuatro años.
Y Margaretha comprendió, tarde, que había jugado mal, alegre y desvergonzada, segura y transparente como las ropas que se quitaba, una a una en sus danzas exóticas, ante una sociedad que iba a matarla y a condenarla al olvido.
Fue entera hasta el final. Atada a un poste, vestida para la ocasión en la que sería la última madrugada de su corta vida de cuarenta y un años, empujó sus labios hacia el aire frío del otoño francés y lanzó un beso, el último de su vida, hacia los doce fusileros que la mataron poco después. Eso también es leyenda.
Su vida todavía intenta ser desentrañada por fervorosos voluntarios que buscan una verdad oculta. De eso se encarga la Fundación Mata Hari, un grupo neerlandés que hace más de dos décadas usó los documentos desclasificados por la inteligencia británica para pedir al gobierno francés que ya está bien, que ya es hora de exonerar a Margaretha Zelle, Mata Hari, que no era culpable de los cargos de alta traición que la llevaron ante un pelotón de fusilamiento; que había sido una espía de bajo nivel que no había revelado secretos vitales a ninguna de las dos naciones en pugna:
“Creemos –afirmaron los voluntarios en un documento– que hay suficientes dudas sobre el expediente de información que se utilizó para condenarla para garantizar la reapertura del caso. Tal vez ella no era del todo inocente, pero parece claro que no era la espía maestra cuya información envió a miles de soldados a la muerte, como se ha dicho”. En la vida de Mata Hari, todo tiene más de una versión.
Nació en Leeuwarden, al norte de Holanda, el 7 de agosto de 1876. Era hija del sombrerero Adam Zelle y de Antje van der Meulen, padres de otros tres hijos varones. El matrimonio se divorció, la madre murió un par de años después, el papá se volvió a casar y Margaretha, ya adolescente, huyó de casa y fue a vivir con su padrino. En la escuela donde las chicas eran educadas para ser maestras, Margaretha, que ya era consciente de su belleza y de su cuerpo, tenía dieciséis años, se enredó en amores con uno de los directores del instituto: los expulsaron a los dos.
Dos años después, leyó un aviso en un diario que decía: “Oficial destinado en las Indias Orientales holandesas desearía encontrar señorita de buen carácter con fines matrimoniales”. Margaretha contestó el aviso que en realidad era una broma cuartelera que sus amigos le habían hecho al capitán Rudolf McLeod: se comprometieron una semana después de conocerse y se casaron en 1895. El tipo, un escocés que casi la doblaba en edad, resultó un borracho, infiel y golpeador destinado en Java, hoy Indonesia, que formaba parte de las Indias Orientales Holandesas. Lo que parecía un paraíso se convirtió en infierno.
Tuvieron dos hijos, Norman y Jeanne. El varón murió a los dos años, envenenado por uno de los sirvientes de la casa que buscaba vengarse de McLeod. El matrimonio sucumbió ni bien ambos regresaron a Europa, en 1902. En el juicio de divorcio, en 1906, el marido de Margaretha obtuvo la custodia de la hija: acusó a Margaretha de haber llevado una vida libertina en Java, lo que era verdad.
Sola y sin un peso, Margaretha, con el nombre de Lady McLeod, modeló desnuda para algunos artistas. Entonces se inventó otra vida, la real la había defraudado. Sus rasgos extranjeros, herencia materna, su pelo negro, su cuerpo “largo, delgado y orgulloso que París no había visto moverse hasta entonces”, al decir de la escritora Colette, su interés en las danzas orientales que Java le había despertado y su imaginación desbocada, la convirtieron en Mata Hari.
Dijo ser hija de una princesa indonesia y se presentaba ante el público con una gran mentira que contenía parte de su propia tragedia de vida. Decía: “Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día de mi nacimiento. Los sacerdotes me adoptaron y me pusieron Mata Hari, que quiere decir ‘Ojo de la aurora’”. Se decidió a bailar desnuda, o casi, en otros ámbitos diferentes a los de su inicio en un circo; buscaba unos escenarios donde pudiera impresionar aquel runrún del principado, el sol de la aurora y los dioses indonesios.
Debutó en el Museo Guimet, propiedad del coleccionista Emile Etienne Guimet, el 13 de marzo de 1905 como “bailarina exótica”. Ahora, ¡qué exotismo!: aparecía envuelta en transparencias, todas leves, que se quitaba de a una hasta quedar como tal como había llegado al mundo, salvo su intimidad que cubría, a veces, no siempre, con metales diminutos que llevaban incrustadas piedras de jade. O que parecían de jade.
El jade era lo de menos. París abrió la boca y no volvió a cerrarla por mucho tiempo; se luchaba a brazo partido en batallas intensas por conseguir entradas en las primeras filas del Museo Guimet, y a Mata Hari le llovieron los amantes y los regalos, algunos muy caros. Los economistas que nunca faltan, tampoco faltaron en la cama de Mata Hari, hicieron reducciones, variaciones, conversiones, dieron vuelta estadísticas y sacaron centenares de cuentas hasta llegar a la conclusión de que la bailarina exótica había cobrado a menudo siete mil dólares de hoy por una noche de placer, intenso eso sí, para quien pagaba esa suma.
Para 1910, Mata Hari tenía ya treinta y cuatro años. Sus encantos perduraban, pero su cuerpo debía competir ahora desde el escenario con el de otras muchas imitadoras, más jóvenes y acaso más audaces. De a poco, la falsa princesa de Java se retiró de la vida artística y se concentró en el poder. Candidatos no le habían faltado antes y no le faltaban ahora.
En su agitada agenda de citas figuraron el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Jules Cambron, el ministro francés de Guerra, Adolphe Messimy, Juan Alberto de Mecklemburgo-Schwerin, regente del ducado de Brunswick, Gottlieb von Jagow, secretario de Asuntos exteriores del imperio alemán, entre muchos otros conocidos y anónimos. La solemnidad del poder no le aplacó los instintos, también fue amante de jóvenes oficiales, franceses, alemanes e ingleses, porque la princesa de Java sentía fascinación por los uniformes y por la juventud.
Entonces, llegó la guerra. Mata Hari estaba en Alemania cuando estalló. Actuaba en Berlín y era amante del jefe de policía de la ciudad, que la contactó con Eugen Kraemer, uno de los jefes de inteligencia del imperio. Parece que después de un breve curso intensivo en la escuela de espionaje de Lorrach, le adjudicaron un nombre clave, H21, una nomenclatura usada en los agentes que actuaban en el período anterior a la guerra.
Con eso, Alemania se aseguró que podría decir en el futuro, si era necesario, que Mata Hari era espía alemana desde tiempo atrás. Y fue necesario. Como ciudadana de un país neutral, Holanda, podía cruzar las fronteras europeas con mayor libertad que los ciudadanos de los países en conflicto. Para evitar los campos de batalla, Mata Hari viajó entre Francia y Gran Bretaña a través de España.
En el medio de la guerra, llegó el amor. A punto de cumplir cuarenta años, Margaretha Zelle, que dejó a Mata Hari de lado, se enamoró como una muchacha de un piloto ruso de veintitrés, el capitán Vadim Maslov, que servía en el ejército francés como parte de la fuerza expedicionaria rusa de cincuenta mil soldados enviados al frente occidental.
En la primavera de 1916, Margaretha y Vadim entablaron una intensa relación romántica y sexual que ella definió con seis palabras categóricas: “Es el amor de mi vida”. Pocos meses después, Maslov fue derribado por los alemanes en un combate aéreo, quedó herido de gravedad y perdió el ojo izquierdo. Margaretha quiso verlo en el hospital cercano al frente de guerra en el que cuidaban al ruso herido: como ciudadana de un país neutral, tenía prohibido acercarse al frente de la guerra. Pero le permitieron visitar al amor de su vida.
A Margaretha no la recibió Vadim. Fue el capitán Georges Ladoux quien recibió a Mata Hari con una condición previa para ver a su amado: debía ser espía en favor de Francia. Y ella aceptó. Ladoux era una de las cabezas del Deuxieme Bureau, el servicio de informaciones del ejército francés. Los franceses sabían que Mata Hari había actuado varias veces ante Guillermo de Prusia, hijo mayor del káiser Guillermo II y príncipe heredero del imperio alemán y, al menos en lo formal, un general de alto rango en el frente occidental. Francia quería acceder a secretos militares alemanes colando a Mata Hari en las sábanas del heredero al trono.
Pero parece que Guillermo de Prusia era un gandul, dicho esto con todo respeto, de treinta y cuatro castañas que era mucho más propenso a las fiestas, las mujeres, el alcohol y la tontería, que a los secretos militares, la estrategia de las mesas de arena y la conducción de tropas en los campos de batalla. Eso sí, complotaba contra su papá con grupos de la ultraderecha y planeaba declararlo demente para reemplazarlo.
La propaganda alemana no decía nada de esto y sí decía del heredero otras cosas elogiosas y brillantes, y los franceses creyeron en la propaganda. Es por estas cosas que se hace cierto el dicho que afirma que en la guerra, lo primero que muere es la verdad, y no por las razones que le adjudican hoy ciertos sociólogos de potrero que sirven como tertulianos de indigeribles programas de televisión.
Francia le ofreció a Mata Hari un millón de francos si podía seducir al príncipe y sacarle buena información sobre los planes alemanes, sin saber que el príncipe nunca había comandado una unidad mayor que un regimiento en su opaca vida militar. También le pidieron, u ordenaron, seducir y espiar al embajador alemán en Madrid para disponer de más información. De alguna manera, Mata Hari obtuvo también cierta información secreta de Francia que pasó a los alemanes.
O al menos esa fue parte de la acusación que le hizo Francia: haber pasado a los alemanes información sobre el desarrollo de un “buque tanque” británico, y haber confiado al enemigo los datos esenciales sobre la ofensiva aliada en el Chemin des Dames, que le permitió a Alemania derrotar a los franceses y provocar más de cincuenta mil bajas a su ejército.
Si esto fue cierto, y no se trató de una mentira para justificar una derrota militar que nada tenía que ver con el espionaje, nunca se sabrá. Pero es difícil de explicar cómo una mujer sin más méritos en el espionaje que el de sus ansias, pudo disponer de los secretos de una ofensiva militar considerada vital para Francia.
De todos modos, Mata Hari viajó a fines de 1916 a Madrid y se reunió con el agregado militar alemán, el mayor Arnold Kalle, a quien le pidió una entrevista con el príncipe heredero. También se ofreció a compartir secretos franceses con los alemanes. Tampoco se sabrá ya nunca si esto lo hizo por codicia o para asegurarse una entrevista con Guillermo de Prusia.
En junio de 1916, en el inicio del verano, Mata Hari vivía en París. Había entrado en un juego peligroso que no sabía jugar y en un territorio pantanoso que no sabía transitar. Los alemanes sospechaban que era una espía francesa y los franceses sospechaban que espiaba para los alemanes. Mientras, ella estaba a disposición, nunca mejor dicho, de los militares de todas las nacionalidades que luchaban en aquella primera guerra mundial.
Un informe de sus actividades, elaborado por el contraespionaje francés que la vigilaba, detallaba: “El 12 de junio almorzó con el subteniente Hallaure; del 15 al 18 vivió con el comandante belga De Beafour; el 30 durmió con el comandante de Montenegro, Yovilchevic; el 3 de julio se acostó primero con el subteniente Gasfield y después con el capitán Maslov; el 4 de julio con el capitán italiano Mariani y el 16 con los oficiales irlandeses Plankette y Biren”. Una maratón. Tal vez obtuvo información de todos ellos, acaso nimia de parte de los jóvenes subtenientes.
Los alemanes decidieron que Mata Hari no les era ya más útil: al contrario, se había convertido en un peligro; era una agente cara que había proporcionado pocos datos de valía, lo que contradice la acusación francesa sobre la ofensiva de Chemin des Dames. Entonces idearon una operación diabólica: denunciarla como espía alemana para que los franceses se hicieran cargo de ella. En enero de 1917 el mayor Kalle, aquel agregado militar alemán en Madrid, transmitió por radio Berlín una descripción detallada sobre las muy útiles actividades de una agente identificada como H21: incluía una descripción muy detallada, una especie de fotografía escrita, de Mata Hari.
Los franceses interceptaron el mensaje, cifrado en un código que los alemanes sabían que el enemigo había quebrado. Ese detalle es el que sugiere que el mensaje fue enviado con la firme intención de exponer a Mata Hari para que fuese apresada por los franceses.
¿Era tan tonto el servicio de espionaje francés para aceptar un regalo tan envenenado? Probablemente no, pero lo aceptó: también a ellos Mata Hari ya no les era útil, pero la iban a usar en un último acto de servicio involuntario. En 1917 Francia vivió unos meses de graves peligros. En la primavera, gran parte del ejército se había amotinado luego del fracaso de varias ofensivas, entre ella la Chemin des Dames, y el hartazgo de la larga guerra, el agotamiento de sus soldados y la falta de éxitos militares quebraron incluso al gobierno.
En julio de 1917, Georges Clemenceau se hizo con el poder en Francia y se comprometió a ganar la guerra. ¿A quién culpar de los fracasos anteriores? ¿Qué era lo que había salido mal? Muchas cosas, pero en especial, una: el exitoso espionaje alemán. Mata Hari, que ya había sido detenida, encajaba perfecto en el rol de chivo expiatorio sobre el que caía gran parte de la responsabilidad de los fracasos franceses. El caso Mata Hari se convirtió en un gran escándalo.
Meses antes de la llegada de Clemenceau al poder, el 13 de febrero de 1917, Mata Hari fue arrestada en París, en su habitación del Hotel Elysée Palace, en los Campos Elíseos. Ensayó una estrategia desesperada para evitar que la apresaran: pidió asearse y cambiar sus ropas antes de acompañar a los agentes, salió del baño desnuda y ofreció a los oficiales unos bombones depositados con delicadeza en el interior de un casco alemán.
Pero el juego había terminado y ella lo entendió enseguida. Su foto en el expediente policial no muestra el rostro de una princesa de Java, ni el de una bailarina exótica, ni el de la inventora del striptease, ni el de una espía valerosa, ni siquiera el de una cortesana experta y segura; por el contrario, es la cara de un pajarito asustado que sabe que su suerte se esfumó y que la muerte está al doblar la esquina.
El principal interrogador de Mata Hari fue el capitán Pierre Bouchardon, que más tarde se encargaría de acusarla en el juicio. Mata Hari dejó de serlo y Margherita Zelle dijo a Bouchardon que había aceptado veinte mil francos de un diplomático alemán para espiar a Francia, pero que solo le había transmitido información inofensiva: su lealtad a Francia, su patria adoptiva, era total. Lo que no sabía Mata Hari era que también preparaba el caso en su contra el capitán Georges Ladoux, que era quien la había reclutado como espía en favor de Francia.
La juzgó una corte marcial el 24 de julio, acusada de ser espía alemana, de causar la muerte de cerca de cincuenta mil soldados y de otros fracasos sonantes de los militares franceses. Fue un juicio irregular y los fiscales no pudieron presentar una sola prueba en su contra. Sí dijeron haber hallado en la habitación de Mata Hari en el hotel Elysée Palace, un frasquito de tinta invisible; pero ella dijo que era parte de su maquillaje.
Zelle, ya sin la máscara de Mata Hari, escribió varias cartas al embajador holandés en París en las que clamaba su inocencia. “Mis conexiones internacionales –decía– se deben a mi trabajo como bailarina, nada más. (…) Realmente no espié, es terrible que no pueda defenderme”.
Casi no tuvo defensa. A su abogado, Édouard Clunet, el tribunal militar le prohibió interrogar a los testigos de la fiscalía. Vivió un momento de terrible desamparo cuando su amante, Vadim Maslov, el amor de su vida, declinó testificar en su favor y dijo que no le importaba si era condenada o no. La leyenda dice que Margaretha se desmayó cuando supo que Maslov la había abandonado. Le atribuyen, en su vida todo tuvo dos versiones, o diez, una frase tremenda en su defensa ya inútil; hendida por el dolor, pero todavía entera, ya despojada de todo menos de si dignidad dijo a sus acusadores: “¿Puta? Sí. Pero traidora, nunca”.
Ya en el siglo XXI, el historiador canadiense Wesley Wark dijo en 2014 que Mata Hari nunca fue una espía importante: “Necesitaban un chivo expiatorio y ella era un objetivo perfecto”. La historiadora británica Julie Wheelwright declaró: “Realmente no transmitió nada que no pudieras encontrar en los periódicos de España”, y trazó un retrato en borrador de Zelle: “Una mujer independiente, una divorciada, una ciudadana de un país neutral, una cortesana y una bailarina, lo que la convirtió en un chivo expiatorio perfecto para los franceses, que estaban perdiendo la guerra. Fue como un ejemplo de lo que te podría pasar si tu moral era demasiado floja”.
La condenaron a muerte. La encerraron en la celda número 12 de la prisión de St. Lazare, que ya no existe. A las cuatro de la madrugada del 15 de octubre de 1917, la despertaron para decirle que iba a ser fusilada poco después porque su último recurso, un pedido de clemencia presidencial, había sido rechazado. A partir de este instante, empieza la leyenda. Dicen que recibió la noticia con total serenidad.
Se levantó de su cama y pidió que le permitieran escribir dos cartas: una era para su hija, a quien le pedía perdón. Después, ella, que había hecho su fama y su gloria desnuda, se tomó todo el tiempo del mundo para vestirse. La versión de The New Yorker la ve con un elegante traje a medida, especial para la ocasión, y un par de guantes blancos. Un periódico francés la vio con tapado, blusa blanca escotada y tocada con un sombrero tricornio elegido por sus acusadores para ser usado en el juicio.
La descripción más fiel es la que dio Henry Wales, de la agencia International News Service, que siguió como testigo el último acto del drama: “Medias de seda negras, zapatos de taco con cordones y, sin quitarse el kimono de seda con el que dormía, se echó encima una larga capa negra de abrigo, con capucha de piel y, en la cabeza, un gran sombrero de fieltro negro, con lazo (…) Lentamente y con aparente indiferencia, se calzó un par de guantes negros.
Entonces, dijo con clama: Estoy lista”. Una pequeña comitiva la acompañaría, en auto y por las calles dormidas de la ciudad, desde la prisión hasta las barracas del regimiento de Vincennes, en las afueras de París, donde la esperaba el pelotón de fusilamiento. La acompañaban un sacerdote, dos monjas de caridad, su abogado Clunet y el implacable Bouchardon.
El pelotón estaba integrado por doce soldados que, según la tradición, no sabían cuáles fusiles estaban cargados con balas verdaderas. Mata Hari se negó a ser vendada. La ataron al poste, manos a la espalda. Frente al pelotón, de nuevo la leyenda, frunció los labios y lanzó un beso lánguido y desalentado dirigido a los soldados que estaban a punto de apuntarle. Eso fue todo. Después, relató Wales: “No se le movió un músculo”.
Los fusileros echaron sus rifles al hombro, el brazo del oficial que comandaba el pelotón se alzó son el sable en la mano. Cuando lo bajó, sonaron los disparos: cuatro dieron en el blanco. De nuevo el relato de Wales: “(…) Pareció desplomarse. Lenta e inerte, se arrodilló, con la cabeza siempre erguida y sin el menor cambio de expresión en el rostro. Por una fracción de segundo, pareció tambalearse allí, de rodillas, mirando directamente a quienes le habían quitado la vida.
Luego cayó hacia atrás, doblándose por la cintura, con las piernas dobladas. Yacía boca abajo, inmóvil, con la cara vuelta hacia el cielo. Un suboficial que acompañaba a un teniente sacó su revólver de la gran funda negra que llevaba a la cintura. Inclinándose, colocó la boca del revólver casi, pero no del todo, contra la sien izquierda de la espía. Apretó el gatillo y la bala se clavó en el cerebro de la mujer.”
El último espectáculo de Mata Hari había terminado.
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